Este
tema de la crueldad, tan complejo, tan arduo y, además, tan cotidiano, es
asunto obsceno y no fácil de exponer, entre otras cosas por lo que señalo. En
general, me resulta fácil la tarea cuando hablo de la crueldad y como analista
interesado en el campo de la salud mental-porque me permite ajustarme a un
código más específico que cuando debo hacerlo - como en esta ocasión- ante un
público procedente de otros campos. Empezaré por presentar una primera
contradicción que plantea la crueldad, en tanto flagelo que acompaña al hombre
desde el inicio de la civilización. Un acompañamiento paradojal, ya que a lo
largo de la civilización la humanidad siempre ha tratado de acotar la expresión
instintiva de la agresión tratando de consolidar los derechos de los individuos
y de los pueblos. Pero es obvio que la civilización ha ido sofisticando, al
mismo tiempo, los dispositivos socioculturales necesarios para el despliegue de
la crueldad. Insistiré en que la crueldad siempre implica un dispositivo
sociocultural. En esto hay una diferencia sustancial con la agresión, heredad
instintiva del hombre. El instinto no es de por sí cruel. Está sujeto a la ley
de la sobrevivencia y por eso puede llegar a ser feroz, pero no cruel. El
paradigma del dispositivo de la crueldad, es la mesa de torturas, pero el
accionar cruel no está acotado solamente al ámbito puntual del tormento, sino
que debe estar sostenido por círculos concéntricos, logísticos, políticos,
desde ya incluyendo a los beneficiarios de las políticas que se pretenden
instaurar por el terror. En cambio, la agresión de dos automovilistas que
chocan en la esquina y se agarran a trompadas no es en sí cruel aunque pueda
ser reprochable, llegaría a serlo si frente a uno de ellos reducido a la invalidez,
el otro se ensaña sin que nadie del público intervenga. Esto configura una
situación típica del dispositivo de la crueldad al que habré de denominar
“encerrona trágica”, y que resulta el núcleo central de este dispositivo. Esta
encerrona cruel es una situación de dos lugares sin tercero de apelación
-tercero de la ley- sólo la víctima y el victimario. Hay multitud de encerronas
de esta naturaleza, dadas más allá de la atroz tortura. Ellas se configuran
cada vez que alguien, para dejar de sufrir o para cubrir sus necesidades elementales
de alimentos, de salud, de trabajo, etc., depende de alguien o algo que lo
maltrata, sin que exista una terceridad que imponga la ley. Lo que predomina en
la encerrona trágica no es la angustia, con todo lo terrible que esta puede
llegar a ser; predomina algo más terrible aún que la angustia: el dolor
psíquico, aquel que no tiene salida, ninguna luz al final del túnel. La
angustia puede tener puntos culminantes pero también momentos de alivios; en
cambio, el dolor psíquico se mantiene constante en el tiempo. La salida parece
identificarse con la muerte.
Es que la crueldad siempre aparece estrechamente
amarrada a la muerte, ya sea porque éste es su desenlace o porque la muerte ya
está instalada en el mismo sujeto de la crueldad. En los comienzos de la humanidad,
próxima a los primates, la agresión era herramienta instintiva de sobrevida,
pero lo específico del sujeto humano es la pulsión. Resulta complejo presentar
sintéticamente la noción de pulsión, pero sin ella es difícil avanzar en la
comprensión de la crueldad. Al respecto, por el momento, sólo diré que la
pulsión (literalmente impulso) es una suerte de “mutación” del instinto
–producción de naturaleza biológica- como efecto del accionar de la cultura. A
su vez la pulsión, irá “trabajando” al infantil sujeto consolidando su
condición psíquica. Lo paradójico es que este nivel pulsional, que coexiste con
el nivel instintivo, será una bisagra donde opere la cultura para mantener
acotada la agresión del instinto. Cuando por precario establecimiento de lo
pulsional (índice de un fracaso de los suministros de la ternura) no se
establece una buena frontera entre lo pulsional, ‘haciendo techo al piso
instintivo’. Entonces el instinto se “pulsionaliza” y la pulsión es afectada
por la agresión instintiva. De ahí que la crueldad es una patología ‘de
frontera’ más establecida. La civilización supone la prevalencia de lo
pulsional sobre el nivel instintivo, sin que la agresión sea ajena tampoco a la
pulsión. No obstante, hay una diferencia substancial entre ambos niveles: los
dos parten de una fuente somática desde la cual el instinto irá en busca de un mismo
objeto siempre por el mismo recorrido, en tanto que en la pulsión son posibles
caminos y objetos alternativos. Por ésto el instinto es de índole metonímico,
mientras la pulsión esboza la metáfora, anunciando el reino de la misma en la
palabra. La palabra será el polo de la cultura como el instinto lo es de la
natura. Entre ambos la pulsión hace bisagra. El escenario donde el cachorro
humano se va constituyendo sujeto pulsional es el de la ternura. Cuando se
habla de la ternura, uno tiene la sensación de que, si bien es una idea
valorada, la misma aparece dudosamente articulada sólo a lo blando del amor.
Sin embargo, la ternura es el escenario formidable donde el sujeto no sólo
adquiere estado pulsional, sino condición ética. De ahí que hablar de la ternura
en la Casa de las Madres, evocar la epopeya de estas mujeres de la Plaza, el
momento en que surgieron y la lucha sostenida que mantienen, es un ejemplo de
lo que representa la firmeza de la ternura en la organización y defensa de los
valores éticos del sujeto social. Si la crueldad excluye al tercero de la ley,
en la ternura este tercero siempre resulta esencial, lo que no supone
necesariamente una presencia concreta, ya que a lo largo de la civilización,
esa terceridad se ha ido incorporando en la estructura psíquica del dador de la
ternura, prevalentemente en la madre. Cuando esto no es así, puede que la
ternura claudique. Es el tercero social el que acota la “libertad” pulsional
del adulto y de ahí el surgimiento, cuasi sublimado, de la ternura materna
responsable de la pulsionalización del hijo. A su vez cabe insistir en que el
nivel pulsional será límite al instinto. Una precaria pulsionalización, por
fracaso de los suministros tiernos, tendrá como consecuencia la no represión
instintiva, esa mermada herencia que acompaña la inmadurez biológica con que
nace el niño. Mermada pero potencialmente activable si las condiciones son de
sobrevida. Además, si el nivel pulsional es precario establecimiento no sólo no
marcará el límite con lo instintivo, sino que terminará “corrompiendo al
instinto”. Mucho se ha escrito en relación a esto, acerca de la civilización y
la barbarie, pero lo que aquí quiero rescatar es que la crueldad, así entendida,
es patología de fronteras entre el instinto y lo pulsional entremezclados.
Bastará la oportunidad del necesario dispositivo sociocultural para que esta
mezcla bárbara advenga cruel. La coartación implica desde la perspectiva
psicoanalítica -ya lo adelanté- cierta estación elemental de sublimación que
dará origen a dos producciones ejes de la ternura. Por un lado, la “empatía”
que garantiza el suministro de lo necesario para el niño. La segunda producción
es el “miramiento” en su significado de mirar con considerado interés, con
afecto amoroso, a quien habiendo salido de las propias entrañas, es reconocido
sujeto distinto y ajeno. Si la empatía garantiza los suministros necesarios a
la vida, el miramiento promueve el gradual y largo desprendimiento de este
sujeto hasta su condición autónoma. Es más, el miramiento acota la empatía para
evitar sus abusos. La ternura supone tres suministros básicos: el abrigo, el
alimento y el “buen trato”. Después de pensar mucho acerca de cómo nombrar el
afecto de ternura, terminé definiéndolo como buen trato, como trato pertinente.
Pero fundamentalmente un trato que alude a la donación simbólica de la madre
hacia el niño. En la medida que la madre, y demás dadores de la ternura, desde
la empatía y el miramiento, decodifican las necesidades traduciéndolas en
satisfacción merced a los suministros adecuados, estas necesidades satisfechas,
irán organizando un código comunicacional presidido por la palabra. El infante
irá tomando palabra, construyendo una lengua. Por supuesto que buen trato alude
al sentido generalizado de la ternura como referente al amor. Un buen trato del
que derivan todos los “tratamientos” que el sujeto recibe a lo largo de la
vida, en relación a la salud, la educación, el trabajo, de hecho al amor.
También de buen trato proviene ‘contrato’ social, el solidario que preside toda
relación humana.
Tal vez por todo lo anterior cada vez que tengo que enfrentar
una actividad de derechos humanos: un peritaje, el tratamiento de una víctima
directa o indirecta de la represión, quizá de la mortificación de la que luego
hablaré, e incluso cuando debo escribir un texto teórico o hacer una
transmisión como ésta, intento siempre establecer el telón de fondo de la
ternura para confrontar y destacar nítidamente el insulto mayor de la crueldad.
Aludiré ahora, a la idea de “lo cruel”, que luego retomaré más extensamente,
como una manera de señalar que el entorno de la ternura es el ámbito de “lo
familiar”, palabra que por supuesto remite a familia. Sabido es que familia es
un término que se las trae. Proviene de famulus, designando el conjunto de
siervos y esclavos que pertenecían a un amo. La familia se fue perfeccionando,
como concepto y como institución, merced a la ley del parentesco, una ley que
alcanza a todos y en primer término a los padres, en tanto éstos no son
arbitrarios hacedores de la ley, sino sus representantes. La ley también los
involucra. De este ámbito surge la noción de lo familiar, algo dado incluso por
fuera de la familia. Lo familiar puede ser descrito de muchas maneras, pero me
interesa señalar aquella situación, donde bajo la impronta de la ternura, un
sujeto no es solamente hechura de la cultura sino que es hacedor de la misma.
Esto ocurre en la familia y en cualquier contexto que merezca definirse como
familiar. Si el sujeto sólo es hechura de la cultura y no su hacedor, peligra
como sujeto. Tal vez es objeto de una situación infamiliar. El paradigma de
ésto se da cuando un niño, ignorando explícitamente su situación, vive con sus
apropiadores. Ahí se produce lo que denominaré “el efecto siniestro”. Estos
niños, poniendo en juego la formidable captación infantil, habrán de registrar,
a través de vacilaciones y contradicciones, la naturaleza cruel del ámbito que
los rodea. Un registro tan terrible que es rechazado, nunca con eficacia total,
por el niño, produciéndose el efecto siniestro, equivalente a lo “infamiliar”.
“Secretear” lo que de por sí ya aparece como secreto, terminará siendo un
secreto si no a voces, sí a murmullos. Una verdad murmurada que al mismo tiempo
que se impone, se intenta recusar a través de la renegación. En psicoanálisis a
este mecanismo se lo describe como negar y negar que se niega. Una verdadera
amputación del aparato psíquico que configura uno de los riesgos mayores a que
están sometidos los niños que han pasado años en ese entorno siniestro; en
ellos puede instaurarse una renegación cronificada, creándoles serios problemas
afectivos con la verdad, puesto que no sabiendo a qué atenerse, pueden terminar
teniendo que atenerse a las consecuencias, antigua fórmula para definir la
posición del idiota antes que esto constituya un insulto o un cuadro
neuropsiquiátrico. Esto se incrementa frente a un entorno infamiliar de
naturaleza cruel. Voy ahora, casi hablando esquemáticamente, a presentar las
principales formas de la crueldad. En primer lugar aquello que un tanto
paradójicamente, suelo denominar como vera-crueldad. Paradójicamente, porque si
la palabra vera remite a verdad, resulta que el agente mayor de la crueldad,
para el caso un torturador, es totalmente ajeno a la verdad.
En la crueldad
mayor, su ejecutor se abroquela en la pretensión de impunidad, en el
desconocimiento de toda ley. Ya no se dan, al menos en forma rotunda, los
efectos de la represión integral, tan extendidos hace pocos años, pero lo que
no desapareció es la pretensión de impunidad de quienes cometieron crímenes o
se beneficiaron en complicidad con ellos. Esta pretensión sigue instaurada como
algo propio del sujeto maligno. Diré algo más sobre la vera-crueldad, en cuanto
saber canalla. Cada vez que algún saber o alguna cultura distinta, amenazan
conmover su precaria estructuración psíquica, el cruel despliega tres acciones:
la exclusión de lo que considera distinto, el odio y, cuando puede, la
eliminación lisa y llana no sólo del saber contradictorio, sino de quien lo
sostiene. Este “saber eliminador” pretende conocer toda la verdad acerca de la
verdad, a esto es lo que se llama saber canalla, negación de todo saber curioso
atento a lo distinto, a lo extraño. Existen otras formas de la vera-crueldad,
por desgracia muy frecuentes en nuestros tiempos. En la vera-crueldad el
sobreviviente, que
ha atravesado un dispositivo social marcadamente cruel, apenas si sobrevive. La
muerte ya está instalada en él y despojado de los recursos elementales de lo
familiar: abrigo, alimento, buen trato, la única ética posible es la violencia,
aunque escandalice esta extensión del término ética. Este sujeto sobreviviente
ejemplifica lo que antes decía acerca de un nivel pulsional precariamente
establecido, capaz de corromper este esbozo instintivo con que viene a la vida
un sujeto humano. Esbozo instintivo que habrá de desarrollarse en función de la
necesaria agresión para sobrevivir.
Una tercera forma más universal de la
crueldad que retomo es “lo cruel”.
Aquí lo esencial de la crueldad aparece
velado por el acostumbramiento. Se convive cotidianamente con lo cruel y muchas
veces en connivencia, sobre todo cuando esta palabra, alude a ojos cerrados y
aún a guiño cómplice. Si algo propio de la ternura es que vela la sexualidad,
abriendo el campo del erotismo, y cuando esto no ocurre la sexualidad puede
llegar a la obscenidad, este velamiento no se justifica con la crueldad. Si el
velo de la sexualidad deviene intimidad erótica, en la crueldad no hay nada que
velar. Hay que develarla, evidenciarla. Cuando se vela la crueldad, cuando se
hace cultura del acostumbramiento, se llega a configurar lo que denomino “la cultura
de la mortificación” a la que me referiré muy brevemente. En esta cultura, el
término mortificación no sólo remite a muerte, sino principalmente a mortecino,
a apagado, a sujetos que no son hacedores de la cultura sino enrarecidas
hechura de la misma, próximos a la posición del idiota que no sabe a qué
atenerse. Podemos ver esta situación no ya en las masas más marginadas, sino en
las que aún permanecen mortificadas y en el centro. En ellas impera, como decía
antes, hablando del efecto siniestro, la renegación. ¿Qué se reniega en esa
familia, en esa fábrica, en esa comunidad? En términos amplios, se reniega la
intimidación como un elemento constante que se ha hecho costumbre. Una
intimidación que forma parte de la cultura, no ya del fecundo “malestar de la
cultura”, del que nos habla el psicoanálisis, donde hay una tensión entre el
sujeto hacedor y el sujeto hechura de la cultura, una tensión entre el deseo
singular y el compromiso solidario. Aquí el malestar de la cultura se ha
trocado en cultura del malestar. Se reniega la intimidación y se convive
con ella como un elemento “normalizado”. Entonces, lo que retrocede es la
intimidad, esa resonancia íntima necesaria para que cuando alguien expresa algo
válido, tal vez en relación a la situación, encuentre resonancia en el otro, un
interés no necesariamente coincidente, puede ser en disidencia. Esa resonancia,
cuando existe, promueve respuestas que van creando una producción de
inteligencia lúcida y colectiva. Así es posible el debate de ideas. En cambio
en la intimidación, quien legítimamente tiene algo que alertar, algo que
denunciar, suele encontrarse con un desierto de oídos sordos, entonces es
posible que su discurso se degrade al de un predicador que siempre dice lo
mismo sin ninguna eficacia. Por supuesto esa comunidad está atenta y
predispuesta a los embaucadores electorales de turno, en tanto éstos tienen la
astucia de decir a las gentes lo que necesitan escuchar, para acrecentar su
renegación como espurio refugio.
Uno se pregunta: ¿cómo puede ser que una
comunidad tan mortificada, tan lastimada, no reaccione?
Es que en estas
condiciones la queja nunca arriba a protesta, más bien se apoya en las propias
debilidades intentando despertar la piedad del opresor. No se afirma en las
propias fuerzas, tal vez endebles fuerzas, pero fuerzas al fin. En esa
comunidad tampoco la infracción apunta a trasgresión. La infracción es
ventajera, oportunista, a lo más se arregla con una multa o se presta a la
coima. La trasgresión no es así, ella siempre funda algo: funda la teoría
revolucionaria o la ruptura epistemológica, tal vez la toma de conciencia, o
quizá funda la fiesta. En las comunidades mortificadas no hay tal acontecer ya
que la gente acobardada pierde su valentía al mismo tiempo que su inteligencia.
Pero sobre todo pierde el adueñamiento de su cuerpo y las patologías asténicas
abundan anulando la acción. El cuerpo se ha hecho servil. En esas comunidades
mortificadas con frecuencia he observado - por ejemplo en agrupaciones a cargo
de la salud que tienen que realizar una actividad que obliga a desarrollar
pensamiento- lo que terminé llamando el síndrome SIC, una sigla integrada por
“saturación”, “indiferenciación”, “canibalismo”. El ejemplo lo tomé de lo que
acontece en una jaula de monos cuando hay demasiados congéneres. Entonces
empiezan a devorarse canibalísticamente entre sí, sin ningún tipo de diferenciación,
ya se trate de padres o de hijos, o de cualquier otro congénere. El síndrome
SIC, aplicado al contexto social, no necesariamente coincide con un exceso de
personas, sino que habitualmente es disparado por la indiferenciación, ya que
en la mortificación suele no haber normativas, sino que prevalece la anomia.
Esa indiferenciación provocará una saturación de la actividad pensante que se
hace indiscriminada; las ideas, los entusiasmos, los proyectos, resultan
entremezclados devorándose unos a otros. Incluso puede ocurrir, con alguna
frecuencia, una cosa curiosa: cuando se pretende instaurar un debate de ideas,
so pretexto de denunciar la impunidad, el debate tiende a juicio público.
Sabido es que el juicio público pretende, cuando esto está validado por las
circunstancias, denunciar la impunidad. Pero en esta ocasión lo que se denuncia
son situaciones en general intrascendentes, apartadas de lo que verdaderamente
interesa. Se diría que ahí reina el narcisismo de las pequeñas diferencias. La
cosa puede pintar aún como juicio popular, aquel en que se busca no ya la
denuncia, sino la sanción de la impunidad. Vale decir que en nombre de la
impunidad se promueve grotescamente un acto impune. Por supuesto que el juicio
público tiene su razón histórica de ser, y lo mismo vale para el juicio popular
en ámbitos y en situaciones donde resulta un accionar legítimo, para una
comunidad oprimida donde toda instancia jurídica ha dejado de existir. Pero en
estos ámbitos a los que hago referencia se trata de una suerte de parodia
grotesca, con efectos canibalísticos. Voy a terminar señalando que cuando una
acción, provenga de donde provenga (en todo caso yo hablo de mi trabajo como
psicoanalista, que intenta abordar la numerosidad social) comienza a tener
efectos positivos, suele ocurrir algo a tomar en cuenta. Siempre, en una
situación mortificada, esto es obvio, existe algún grado de represión. Entonces
cuando la gente empieza a juntarse para discutir, cuando comienza a promover un
verdadero debate de ideas, es posible que desde alguna instancia administrativa
estos comportamientos sean calificados como delitos de asociación. Por supuesto
esta gente empieza a pensar y este pensamiento ya no tiene efectos
canibalísticos, sino que son críticamente eficaces sobre el campo y sobre los
propios discutidores, por lo que suelen merecer el tilde represivo de delito de
opinión. Fácil es entender que cuando el cuerpo se recupera para la acción
movilizadora, la condena será mayor aún, implicando la categorización de delito
de movilización. Estas instancias represivas pueden serlo verdaderamente o
quedar sólo en calificaciones administrativas, depende de qué tiempos corran.
*
Este texto de 1999 presenta la síntesis de una charla debate acerca de la
crueldad. Corresponde a una de las treinta y tres presentaciones realizadas con
distintos públicos en el marco de una investigación acerca del tema.
Presentado en Seminario Internacional "La escuela media hoy. Desafíos, debates, perspectivas. Del 5 al 8 de abril de 2005 en Huerta Grande, Córdoba. Panel: Brecha social, diversidad cultural y escuela." Extraido de pagina web:
Fernando Ulloa
“Fernando Ulloa es
médico y psicoanalista y profesor de la Facultad de Psicología de la
Universidad de Buenos.Aires desde 1960. Forma parte del grupo de analistas
argentinos que, con un fuerte compromiso político -junto a Langer, Rodrigué,
Pavlovsky, Kesselman y Bauleo, entre otros-, tuvieron forzosamente que
transitar durante varios años de su vida por los caminos del exilio, en la
década de los 70. Con más de cuarenta años de trabajo en psicoanálisis,
psicología clínica, docencia e investigación, es uno de los referentes
centrales en la formación de varias generaciones de psicólogos y psicólogas argentinos.
Ulloa apuesta a la
reflexión crítica permanente, sobre todo en torno de su propia praxis como
analista institucional y como psicoanalista. Esta posición lúcida frente a lo
que se presenta como más instituido lo ha llevado, tanto a nivel teórico-clínico
como a nivel político, a romper con lo
que él denomina “ianos”, dogmatismos teóricos, así como también con las
instituciones que intenten instalar sentidos únicos y coagulados, estaqueando
de este modo la posibilidad de transformación. Es así como, por ejemplo, en 1970 protagoniza la ruptura con la
institución psicoanalítica oficial, cuestión que marcó definitivamente su
práctica ulterior. ( extraido de http://www.elpsicoanalitico.com.ar/num10/autores-ulloa-chairo-sicardi-ulloa-revisitado-primera-parte.php
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