Shine:
un papá más devastador que Mengele http://biopsiquiatria.wordpress.com/2012/02/01/paginas-177-184-de-hojas-susurrantes/
De
ahí que la situación de un niño pequeño víctima de malos tratos sea a veces
hasta peor que la situación de un adulto en un campo de concentración. Alice Miller (1)
La enfermedad mental en sentido biológico es un mito. Pero es obvio que la
locura no lo es. La locura existe, pero es una catástrofe psicológica, una
disfunción en el “software” de la persona.
Millones han visto este fenómeno en la
pantalla grande. La película Shine se basó en la vida de David
Helfgott, quien pasó a la fama desde que Geoffrey Rush interpretó su trágica
vida y ganó un Oscar al mejor actor. Bosquejaré su vida tan escuetamente que la
historia perderá su patetismo.
David, un niño sensible y con talento
para el piano, no sólo fue el varón mayor de Peter Helfgott, sino su hijo
espiritual. Solía correr en la calle para abrazar a su papá cuando éste
regresaba del trabajo, a quien le consagra su carrera pianística. Pero Peter
hizo algo muy malo. De chico, había sido víctima de terribles humillaciones de
su propio padre, el rabino “Djadja” como le llamaba David a su abuelo. El odio
reprimido y sepultado de Peter hacia Djadja necesitaba una válvula de escape, y
la encontró en su querido hijo David.
La violencia psicológica y el asalto al
ego del muchacho duraron años. David quedó trastornado. Su historia es la
historia del homicidio de un alma.
Este es un caso de la vida real. Al
momento de escribir estas líneas David Helfgott aún vive en Australia y sigue
tocando el piano, aunque al cuidado de su esposa Gillian debido a que nunca
logró recuperar su razón. En su biografía Gillian atestigua que “David creyó
siempre” que su padre “había sido el causante de su enfermedad”.[2]
La tragedia de la familia Helfgott es
un ejemplo clásico de las ideas de Theodore Lidz, citado en mi primer libro,
sobre una esquizógena “familia sesgada” (aunque en este caso el rol pasivo
provino de la madre). También ejemplifica lo que Alice Miller ha escrito sobre
cómo un padre se venga con el hijo de lo que le hizo su propio padre.
Los
proponentes del enfoque humanista de la locura estudian a padres como Peter en
lugar de tratar al cerebro de la víctima de esos padres, que es lo que hacen
los siquiatras biologicistas.
Ahora quisiera mencionar otro caso de
la vida real, el muchacho Yakoff Skurnik a quien vi, ya anciano, en una
presentación de su libro en Houston.[3] Basándose en el testimonio de Yakoff,
Gene Church escribió uno de los libros más perturbadores que he leído sobre el
Holocausto: 80629: a Mengele experiment (el número es la cifra
que le marcaron en su antebrazo). Había visto varios documentales sobre el
tema, pero no un testimonio sobre cómo era la vida cotidiana de los
prisioneros, especialmente judíos, en el campo de concentración Birkenau donde
se encontraban los hornos crematorios, a unas dos millas de Auschwitz.
Yakoff Skurnik es uno de los
sobrevivientes no sólo del infierno de Birkenau y Auschwitz donde asesinaron a
toda su familia, sino de la experimentación médica con niños a cargo de Josef
Mengele. Inmovilizado por ayudantes, un doctor llamado Doering lo castró con
escasa anestesia medular. Las vívidas páginas de la operación me impresionaron
tanto que tuve que recostarme en el suelo por temor a desmayarme. Es de verdad
admirable que tanto Yakoff como otros sobrevivientes del Holocausto, incluyendo
otros muchachos castrados por Doering, fueron capaces de rehacer sus vidas y
prosperar económicamente después de la liberación.
Ahora bien, Yakoff no enloqueció en el
infierno y mutilación nazi. Pero David sí ante su papá. ¿Cómo fue eso posible?
Siguiendo el modelo Sullivan-Modrow
sobre el quiebre psicótico, de alguna manera los nazis se toparon con mayores
resistencias para llegar al yo interno de Yakoff y lesionarlo que Peter con su
hijo. Un pasaje de Silvano Arieti arroja cierta luz sobre estos diferentes
casos. Según Arieti: “Las condiciones de peligro externo inmediato como
guerras, desastres o adversidades que afectan a la colectividad [mis
cursivas] no producen el tipo de ansiedad que hiere al yo interior, y por sí
mismas no propician [la locura]. Ni siquiera la pobreza extrema, la enfermedad
o las tragedias personales conducen necesariamente a [la locura] a menos que
tengan consecuencias que hieran la facultad del yo”.[4]
Estudios como el de Arieti eran tomados
muy en serio en las décadas de los años cincuenta, sesenta, hasta mediados de
los setenta. Aunque en su tratado Arieti le dedicó un gran espacio a los
estudios orgánicos sobre la locura, reveló que al no haber avance en ese modelo
nunca siguió esa línea de investigación, sino “sobre todo la línea
psicológica”.[5] Ideas como las de Arieti solían escucharse antes del
gigantesco paso hacia atrás que dio la siquiatría desde los años 1980 al adoptar
dogmáticamente el modelo médico, el modelo de la causa física del siglo XIX, al
tratar a aquellos jóvenes cuyos egos habían sufrido un asalto total por los
padres.
Pero volviendo a lo que Arieti dijo.
Siendo una colectividad las víctimas de los nazis, el yo de
Yakoff Skurnik no fue asaltado de manera exclusiva y excluyente respecto a sus
compañeros, por lo que éstos tuvieron mejores oportunidades de sobrevivir
psicológicamente que la víctima sola de asalto parental.
Arieti escribió: “Un
hogar desecho por la muerte, el divorcio o el abandono puede ser menos
destructivo que otro en el que los padres vivan juntos y socaven constantemente
la imagen que el hijo tiene de sí mismo”.[6]
Estos pasajes contestan uno de los
argumentos favoritos de los siquiatras biologicistas en sus intentos de refutar
el modelo del trauma. Por ejemplo, en una crítica a sus colegas el siquiatra
August Piper razona que:
La lógica del alegato que el trauma
infantil causa [la locura] tiene un error fatal. Si el alegato fuera cierto,
los maltratos de años a millones de niños debieron haber causado muchos casos
de [locura].
Pongamos como ejemplo a los niños que padecieron inenarrable trato
en guettos, vagones cerrados y campos de concentración en la Alemania nazi. A
pesar de los maltratos, no existe evidencia que alguno [haya enloquecido]
(Bower 1994; Des Pres 1976; Eitinger 1980; Krystal 1991; Sofsky 1997) o que
haya disociado o reprimido sus memorias traumáticas (Eisen 1988; Wagenaar y
Growneweg 1990).
Lo mismo puede decirse de estudios que presenciaron
el asesinato de un padre (Eth y Pynoos 1994; Malmquist 1986); estudios de niños
secuestrados (Terr 1979; Terr 1983); estudios de niños que han sido víctimas de
maltratos (Gold y otros 1994); y demás investigaciones (Chudoff 1963; Pynoos y
Nader 1989; Strom y otros 1962). Estas víctimas ni reprimieron eventos
traumáticos, ni los olvidaron ni [enloquecieron].[7]
El caso de Yakoff y sus compañeros,
quienes tampoco enloquecieron, ejemplifica lo que Piper quiso decir en la cita
de arriba. Sin embargo, es claro que Piper no ha leído a los investigadores que
critica con atención. Yo conozco personalmente a uno de ellos, Colin Ross, a
quien visité en marzo de 1997 en el Instituto Ross del Trauma Psicológico: una
clínica siquiátrica al norte de Dallas. Le escribí a Ross porque había leído
uno de sus libros y me admitió un día entero en su clínica en calidad de
visitante investigador. En las terapias vi a muchas mujeres devastadas por
malos tratos en el hogar.
A continuación cito un pasaje de un texto que se les
da a las pacientes nuevo ingreso:
El “apego con el perpetrador” es una
expresión ideada por el doctor Ross para entender el conflicto básico en
sobrevivientes de maltrato físico y abuso sexual por padres, parientes y ayas.
El conflicto existe en todos nosotros hasta cierto grado, ya que todos hemos
tenido padres imperfectos, pero es mucho más intenso y doloroso en los
sobrevivientes de vapuleo. Este apego afectivo y ambivalente no necesariamente
es el problema central si el perpetrador no es un miembro familiar [mis
cursivas] o una figura de apego.
El móvil básico de [la locura] es
simplemente el tipo de personas que eran mamá y papá, y cómo era vivir día tras
día en la familia.
El punto central de la terapia no es el
contenido de las memorias, la serie de memorias como tales o algo particular
que pasó. Esto se debe a que el dolor y el conflicto más profundo no provienen
de un evento específico.
Como los niños son mamíferos, están
biológicamente construidos para apegarse afectivamente a sus padres. No hay
manera de evitar esto. Tu biología decide por ti y funciona automáticamente. En
una familia común y corriente todo esto funciona relativamente bien con los
conflictos neuróticos comunes. El problema que muchos pacientes afrontan es que
no crecieron en una familia normal, razonablemente saludable. Crecieron en una
familia incoherente, abusiva y traumática.
Esta es la cardinal distinción que
Amara no quiso reconocer en nuestro encuentro de 1988 cuando me dijo que la
tesis de mi epístola “era miopía”.
Las mismas personas con quienes tiene
que apegarse el niño para sobrevivir eran también los perpetradores de los
malos tratos que lo lastimaron feamente.
Una manera de arreglárselas con el
vapuleo es replegarse: cerrar el propio sistema de apego afectivo y meterse en
un capullo. Eso sería suicidio psicológico, y te impediría florecer. Tu
biología no te permitirá tomar esta decisión: la inercia del apego con el medio
tiene mayor fuerza que el reflejo de replegarse. Debes mantener tu sistema de
apego funcionando a fin de sobrevivir.
El conflicto básico, el dolor más hondo
y la causa más profunda de síntomas es el hecho que la conducta de mamá y papá
duele, no encaja y no tiene sentido; era loca y abusiva.[8]
Lo que dice Ross complementa lo dicho
por Arieti: la persona ante la que somos vulnerables es aquella con quien
estamos apegados desde pequeños (en el último libro explicaré este fenómeno a
través de mi relación con mi padre).
Si la cita de Piper se refiere a alguien
como Yakoff Skurnik, esta última puede referirse a un David Helfgott. Ross
habla de la relación abusiva de un menor con alguien que representa algo muy
especial para él o ella, alguien que formó su universo personal. Los maltratos
y crímenes de los que habla Piper no son conducentes al tipo de pánico que
padecimos Modrow y yo: la sensación de la traición del universo. Son cosas
enteramente distintas.
Por ejemplo, he sido secuestrado dos
veces en México, una ciudad con uno de los más altos índices de criminalidad de
las Américas. Ahora bien, diría que el tener una ametralladora golpeando mi
cara durante el primer secuestro en 1980, o una pistola en la sien por una hora
en un coche durante el segundo secuestro en 1992, donde incluso hicieron que me
bajara los pantalones y los calzones, no llegó, ni remotamente, al uno por
ciento del inefable trauma que sentí con la metamorfosis de mi querido papá,
tal y como lo narro en la Carta (como seguramente sintió David
con su padre).
Yo sé lo que daña. Sé lo
que me dañó: que la persona que más he querido y que construyó mi universo me
haya traicionado tan inexplicable y zafiamente.
Ni Piper ni ningún otro
siquiatra puede decirme lo que sentí o tiene derecho a hacer “comparaciones”
por la sencilla razón que no saben de qué hablan.
Este es uno de los problemas no sólo
con la siquiatría, sino con la sicología en general.
Con su complejo
positivista de imitar a las ciencias exactas, el sicólogo pretende estudiar
objetivamente al sujeto en el plano de la mera conducta. Eso equivale a negar
que existan universos enteros de vivencias dentro de nosotros. En realidad, no
es posible estudiar a una mente exclusivamente desde afuera: faltan los
testimonios individuales, las autobiografías de los sobrevivientes.
A pesar de
la erudición que ostenta Piper —su artículo tiene cien referencias
bibliográficas—, sus casos poco tienen que ver conmigo, Modrow o un David
Helfgott. Robert W. Godwin escribió:
Ya van más de dos siglos desde que Kant
probara la futilidad de usar el lenguaje del “esto” del naturalismo objetivo de
la razón pura para describir o capturar el dominio del “yo”, la subjetividad.
No obstante, la envidia de la física de la mayoría de los sicólogos
universitarios hace que cometan el error categorial de estudiar el yo interno
como un objeto, cosa que los convierte en eruditos de lo obvio (por ejemplo,
los conductistas) o en campeones de lo absurdo (como las feministas teóricas
del anti-apego).
Si tu única herramienta es un martillo tratarás todas las cosas
como si fueran clavos, y si tu único método es la “ciencia empírica” tus
conclusiones están escondidas en tu método: el yo es reducido a otro hecho
objetivo, sin diferencia alguna de las rocas o los planetas.[9]
La mención a Kant o Godwin no significa
que yo sea, como John Beloff (quien publicó algunos de mis artículos en su
revista), un “dualista radical”. Como Ross escribió en su libro The
trauma model, esta no es una cuestión del modelo del trauma versus un
modelo biológico. “El modelo del trauma es biológico en sí mismo. Debe serlo,
porque en la naturaleza la mente y el cerebro son un campo unificado”.
Recuérdese mi analogía del software/hardware para comprenderlo.
El caso Helfgott contesta otro
argumento predilecto de los siquiatras biologicistas, argumento que me esgrimió
el mismo Amara en tiempos en que escribía la epístola a mi madre. Amara me
reprochó:
—La cuestión es por qué uno se enferma
y los hermanos no.
¡Aún recuerdo el tono franco de Amara
al decir eso! Éste era un médico convencido de la verdad de su ciencia, seguro
de que el hecho que existan “hermanos invulnerables” invalida todo intento de
culpar a cualquier padre en la caída emocional de un hijo. Pero si hay algo que
testimonié una y otra vez en la epístola es que el vapuleo de mis padres se
dirigió casi exclusivamente hacia mí, no tanto a mis hermanos: justo como el
vapuleo de Peter se dirigió hacia David, no hacia sus otros hijos, y
exactamente lo mismo puede leerse en la autobiografía de John Modrow.
En la comparación que hago de los
judíos David y Yakoff, uno victimado por su padre, otro por Mengele, hay algo
más. La dinámica de los nazis hacia Yakoff no consistía de una mezcla de
crueldad y amor como la de Peter hacia David —el “corto circuito” ocasionado
por oscilaciones “Jekyll-Hyde” del que hablaba en la Carta. Esta dinámica
resulta en un “apego con el perpetrador” que, según Ross, es terriblemente
ambivalente. Hay una diferencia sideral entre ser víctima de los nazis, que
aparecieron en la mente de Yakoff como extraños, y ser víctima de aquél que con
todo su amor formó el universo psíquico de David niño. En palabras de David a
su esposa: “Todo es culpa de papi. Todo es culpa de papi […]. Padre tenía
dentro de él una especie de demonio y un ángel al mismo tiempo, y fue así toda
mi vida. Papá siempre tuvo un diablo y un ángel toda su vida. Es como una
dicotomía, un desdoblamiento”.[10]
“Padre” no parece ser la misma persona
que “papá” en la mente dividida del pobre David. Que esta dicotomía produce
desdoblamientos fue precisamente lo que vi en las pacientes de Dallas (mi
cuarto libro, El retorno de Quetzalcóatl, contiene algunas páginas
donde expongo con más detalle el modelo del trauma de Ross).
La resiliencia es la capacidad de un
objeto que fue sometido al estrés de recuperar su tamaño y forma después de la
deformación causada por dicho estrés. En los elásticos la capacidad de
resiliencia es harto conocida: si un elástico es extendido más allá de su punto
de resiliencia se quebrará y no podrá recuperar su forma original. Partiendo de
esta comparación yo diría que la agresión que sufrió Yakoff, por más infame que
haya sido, se encontró dentro del límite de resiliencia de su mente. No fue así
con David. El martirio al que fue sometido rebasó el límite y sufrió un
quebranto psicótico permanente.
En pocas palabras, el parámetro para
medir el trauma debiera ser el quiebre mental que resulta de la agresión, no el
“nivel” de la agresión para un observador externo (como los autores que cita
Piper). Un padre que ama a su hijo judío puede quebrarlo más fácilmente que un
nazi que aborrece a los prisioneros judíos. El quebranto de David ocurrió
porque relativamente la agresión de Peter fue mayor que la de
los nazis: provino de quien menos debió haber provenido del mundo entero: quien
formó su alma.
___________________
___________________
[1] Miller: Por tu propio bien,
pág. 119.
[2] Gillian Helfgott y Alissa Tanskaya: Shine (Ediciones
B, 1997), pág. 293.
[3] Gene
Church: 80629: a Mengele experiment (Route 66 Publishing,
1996).
[4] Silvano
Arieti: Interpretation of schizophrenia (Aronson, 1994), pág.
197. En los corchetes sustituí la palabra
“esquizofrenia” por “locura”.
[5] Ibídem, pág. 3. En la página 441
Arieti dice que, ya desde esa época, no había avance alguno en el modelo médico
de la locura.
[6] Ibídem,
pág. 197.
[7] August
Piper Jr: “Multiple personality disorder: witchcraft survives in the twentieth
century” en Skeptical inquirer(May/June 1998). Aunque la crítica de Piper no se refiere a la
locura en general sino a la llamada “personalidad múltiple”, la sustitución de
términos siquiátricos que he hecho en estas citas es pertinente tomando en
cuenta el problema de la comorbilidad en siquiatría.
[8] [Colin
Ross]: Dissociative disorders program: patient information packet (Ross
Institute for Psychological Trauma, sin fecha). He
eliminado los puntos suspensivos entre los párrafos no citados.
[9] Robert
Godwin, “The End of Psychohistory” en The Journal of Psychohistory, 25:3,
1998.
[10] Los dos pasajes separados por el
corchete fueron traducidos directamente del original en inglés de Gillian
Helfgott y Alissa Tanskaya: Love you to bits and pieces (Penguin
Books, 1996), páginas 42 &104. En la traducción española, Shine,
los mismos pasajes aparecen en las páginas 55 & 119. La relación entre
David Helfgott y su padre se relata en los capítulos 5, 11, 12, 21, 22 y 28.
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