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jueves, 29 de diciembre de 2016

La infancia medicalizada: la invención de una epidemia

( Extraido del artículo “La corrupción institucional de la psiquiatría y el daño a niños y adolescentes: el caso del TDAH” en  la pagina de la Organización Nogracias: http://www.nogracias.eu/2015/09/09/la-corrupcion-institucional-de-la-psiquiatria-y-el-dano-a-ninos-y-adolescentes-el-caso-del-tdah/



La expansión del mercado

En la obra de Cosgrove y Whitaker que estamos analizando, llama la atención el protagonismo que los líderes de la psiquiatría tuvieron en dos procesos que los autores denominan “expansión del mercado” y “protección del mercado”.
Una vez que el DSM se convirtió en “una teoría del todo”, un instrumento con la vocación de categorizar y etiquetar como patológica prácticamente cualquier situación emocionalmente conflictiva, la expansión del mercado tenía que venir del etiquetado como enfermos de personas sanas, mediante dos procesos: la invención de nuevas enfermedades -donde poder incluir a nuevos grupos de la población- y la relajación de los criterios diagnósticos de enfermedades ya descritas, como la depresión o la ansiedad:
“La APA y la psiquiatría académica tenían buenas razones para colaborar en este esfuerzo. Expandir el número de diagnósticos incrementaría el poder de la psiquiatría como disciplina; aumentaría el número de pacientes potenciales y la influencia de la psiquiatría en la sociedad, procurando nuevas oportunidades de enriquecimiento a los expertos. El dinero de la industria acabaría fluyendo a cada uno de los rincones de la especialidad, desde la APA y las revistas científicas, hasta los expertos académicos con múltiples oportunidades de ser contratados como líderes de opinión e investigadores al servicio de la industria” (Cosgrove y Whitaker)

Convertir en enfermos a personas sanas es especialmente sencillo en psiquiatría donde no existen criterios biológicos para poder determinar la existencia o no de enfermedad: los criterios son “fungibles” y dependen del juicio profesional con lo que, en esencia, “los profesionales pueden hacer casi lo que quieran”.



El DSM-III, en 1980, describió 83 nuevos síndromes respecto al DSM-II, dejándolos en un total de 265; el DSM-IIIR de 1987, elevó el número de síndromes a 292; siete años más tarde, el DSM-IV los incrementó, dependiendo cómo se definan nuevos diagnósticos, a entre 297 y 374.

La consecuencia es que el DSM-IV permite que el 26,2% de los norteamericanos adultos pueda ser diagnosticado de alguna enfermedad mental a lo largo de un año.

El DSM-IV dedicó 86 páginas a los trastornos que podían afligir a niños y adolescentes. Basándose en estos criterios, el 13% de los niños entre 8 y 15 años podían ser diagnosticados de una enfermedad mental cada año (CDS National Health and Nutrition Survey, 2012).
En total –sin tener en cuenta las elevadas tasas de sobrediagnósticos- unos 69 millones de norteamericanos podían ser etiquetados como enfermos mentales, a lo largo de un año, considerando los criterios diagnósticos descritos en el DSM-IV.


La infancia medicalizada: la invención de una epidemia

La infancia y la juventud, una población considerada, tradicionalmente, sana mentalmente y, por tanto, casi virgen de diagnósticos psiquiátricos y medicación psicoactiva, era un bocado demasiado apetitoso como para que la industria farmacéutica y la psiquiatría lo dejaran escapar.

El ejemplo del Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH), una rara entidad descrita en el año 1902, es paradigmático. Esta enfermedad fue considerada durante gran parte del siglo XX un trastorno de probable base orgánica. De hecho, el DSM-I la llamó, “síndrome orgánico cerebral”.

El DSM-II comenzó a relajar los criterios diagnósticos y la denominó, “Reacción hipercinética de la infancia”. En 1956, Ciba-Geygi desarrolló el fármaco estimulante metilfenidato (Ritalin) para tratar la narcolepsia. Pronto, basándose en algunos casos que señalaban buenos resultados en el corto plazo, los psiquiatras comenzaron a utilizarlo con los niños diagnosticados de TDAH. En todo caso, a finales de los años 70, en EE.UU no había más de 150.000 niños tomando Ritalin.



“Los psiquiatras se han vuelto locos, no nuestros hijos” Peter Gøtzsche, en su último libro, “Deadly Psychiatry and Organised Denial”

La aparición del DSM-III, otorgó una nueva denominación al TADH, “Enfermedad por déficit de atención”, y volvió a implicar una nueva relajación de los criterios diagnósticos. Los autores de los nuevos criterios –recordemos, producto de un consenso profesional y, por tanto, sin base científica alguna calcularon que este trastorno afectaba al 3% de los niños.

El DSM-IIIR puso la denominación definitiva al TDAH y de nuevo cambió los criterios haciendo más fácil su diagnóstico. De una manera u otra, a finales de la década de los 80, había unos 600.000 niños diagnosticados de TDAH, el doble que 10 años antes.


El psiquiatra norteamericano Joseph Biederman, de la Harvard Medical School, es el médico que más ha hecho por expandir el TDAH. Miembro del panel de expertos que establecieron los nuevos criterios diagnósticos en el DSM-IV, tras la publicación del Manual, se convirtió en uno de los autores científicos más prolíficos del mundo: durante 20 años ha estado publicando 1 texto científico cada 2 semanas, fundamentalmente sobre TDAH. Su empeño ha sido convencer a médicos y población de que el TDAH:

“es una enfermedad real, con un componente genético aparente… con síntomas que suelen persistir hasta la edad adulta y que, si no es tratada, incrementa la probabilidad de resultados catastróficos: pobre rendimiento escolar y laboral, abuso de sustancias, comportamiento criminal y trastornos psiquiátricos del humor”.


En 1995, un año tras la publicación del DSM-IV, Biederman anunció que entre el 6 y el 9% de los niños podían estar afectados por la enfermedad. En 1996, coincidiendo con la salida al mercado de nuevos estimulantes, el profeta del TDAH declaraba que “el 10% de la población infantil norteamericana podía beneficiarse de medicamentos estimulantes“. En un reciente texto, (ver la impactante diapositiva de arriba) la prevalencia de la enfermedad en niños va desde menos del 2% en Holanda a ¡más del 20% en Ucrania!:

“Así es como se construyó el mercado del TDAH. No fue un invento de la industria farmacéutica sino de la psiquiatría organizada. El DSM-III y el DSM-IV dieron el marco diagnóstico y los psiquiatras académicos desarrollaron los estudios que otorgaban legitimidad científica al tratamiento médico de la enfermedad. Las compañías farmacéuticas contribuyeron a popularizar esta narración científica de una manera tan asombrosa que en el año 2012, el 10% de la población entre 4 y 18 años había sido diagnosticada. Ese año, 3,5 millones de niños y jóvenes norteamericanos recibieron algún estimulante para el TDAH, seis veces más que en 1990” (Cosgrove y Whitaker)

En España, como puso de manifiesto el espléndido informe del Boletín de información farmacoterapéutica de Navarra (BITN) realizado por Luis Carlos Saiz Fernández, con polémica incluida, la utilización de estimulantes se retrasó una década respecto al EE.UU.
Su despegue en la utilización, tuvo lugar en el año 2004, cuando se comercializó la forma retard del metilfenidato (Concerta):

“Actualmente nos encontramos entre los principales consumidores mundiales de metilfenidato. Entre los años 2000 y 2012 las DHD de metilfenidato y atomoxetina en población infantil se han multiplicado casi por 30, manteniendo un crecimiento exponencial constante."

Esta capacidad de la psiquiatría para inventarse epidemias diagnósticas generó el previsible incremento del gasto en medicación psicotrópica, que pasó de unos 800 millones de dólares anuales en 1987 a 35.000 millones en el año 2010 (aun considerando la inflación, multiplicar por 43 el gasto en 20 años, no está nada mal).

Estas ganancias económicas tenían que ser protegidas por todos los medios y de eso, también, se iba a encargar la, bien pagada, psiquiatría.

La protección del mercado: la burbuja del TDAH en peligro

A finales de los 90, dado el incremento de los diagnósticos de TDAH, el National Institute of Mental Health (NIMH), una institución pública norteamericana, decidió llevar a cabo un estudio para conocer los efectos a largo plazo de la medicación: el “Multisite Multimodal Treatment Study of Children con TDAH” (MTA en adelante).

Peter Jensen, un reputado psiquiatra infantil, fue el coordinador del estudio: 579 niños de entre 7 a 10 años a los que se distribuyó en cuatro grupos: medicación, psicoterapia, medicación+psicoterapia y tratamiento estándar.

El 1999, los investigadores del MTA anunciaron los primeros resultados: aunque los cuatro grupos habían mejorado a los 14 meses, la medicación había demostrado ser superior en la reducción de los síntomas del TDAH

Sin embargo, el estudio no terminó a los 14 meses sino que se hicieron tres cortes a los tres, seis y ocho años, encontrando resultados completamente diferentes: el grupo en tratamiento farmacológico había empeorado en todos los síntomas; además, su crecimiento se había visto afectado de manera muy significativa, con tallas y pesos inferiores a los niños de los otros grupos.

Los investigadores estaban sorprendidos y buscaron y rebuscaron todo tipo de explicaciones metodológicas a estos inesperados datos… sin encontrar ninguna. La burbuja del TDAH parecía en peligro.

Pero como hemos visto en el caso del Trankimazin, una cosa es publicar datos y otra comunicarlos.

Cosgrove y Whitaker en su libro, tras detallarnos el alto nivel de relaciones económicas que los investigadores del estudio MTA, todos reputados académicos, tenían con la industria (ver tabla arriba), nos relatan el proceso de maquillado y ocultación a la opinión pública de los resultados de la investigación, recordemos, financiada con fondos públicos.

No hubo mención de los resultados negativos en el medio ni largo plazo en ninguno de los títulos o resúmenes (abstract) de los artículos publicados.

En el articulo con los datos a los 3 años, los autores escribieron en las conclusiones del resumen:

“A los 36 meses, las ventajas observadas en los pacientes tratados con medicamentos a los 14 meses, no fueron tan aparentes, probablemente debido a una mejoría de los síntomas de TDAH con la edad, cambios en la intensidad de las terapias, inicio o discontinuación de otra medicación concomitante u otros factores no evaluables”


Esta conclusión escrita en la parte más leída y visible del artículo, contrasta con los datos comunicados en el cuerpo del texto que hablan de la medicación como un “marcador de deterioro, al final del periodo“ (ver tabla de arriba todos los cortes del estudio MTA: a los 36 meses no hay diferencias en esta escala -sí las hay en otros indicadores- y a los 96 meses están mejor los niños sin tratamiento; menor puntuación en SNAP, significa mejoría)

El comunicado de prensa de el NIMH también contribuyó a amortiguar los malos resultados: “Mejoría sostenida de la mayoría de los niños con TDAH en tratamiento farmacológico”.

La nota de prensa enfatizaba que los padres ya no tenían que preocuparse sobre posibles efectos nocivos de la medicación a largo plazo.

En palabras del propio Jensen:

“Nuestros resultados sugieren que la medicación puede establecer diferencias en el largo plazo para algunos niños si continúan con un seguimiento adecuado”

Investigaciones realizadas en otros países demuestran resultados negativos parecidos a los del MTA, en los niños tratados con medicación para el TDAH en el largo plazo ...

Cosgrove y Whitaker escriben, con razón:

“Los resultados de estos estudios deberían haber influido de manera importante en la utilización de la medicación para TDAH. Sin embargo, los datos son poco conocidos, sobre todo entre la población general, y de esta manera, el mercado de los medicamentos para el TDAH ha sido protegido.”

Incluso, en 2013, la APA y la American Academy of Child and Adolescent Psychiatry publicaron un reportaje titulado Guía para padres sobre los tratamientos para el TDAH en el que vuelven a manipularse los datos, señalando solo los resultados a los 14 meses e ignorando los resultados que asociaban un empeoramiento de los síntomas con la utilización de fármacos en el largo plazo.

Los textos científicos sesgados tienen una gran importancia en la posterior transmisión que los medios de comunicación convencionales hacen de las investigaciones. En un reciente trabajo, se analizaba la manera cómo los medios de comunicación malinterpretaban los estudios sobre el TDAH, contribuyendo de manera notable a que la percepción del público sobre la eficacia de los tratamientos fuera exagerada:

– El 55% (56 de 101) de los artículos científicos sobre el TDAH exageraba en las conclusiones la relevancia de los hallazgos; el 23%, su potencial terapéutico.
– Los medios de comunicación, cuando comentan los artículos científicos, utilizan en el 82% de los casos los resultados de estos exagerados y sesgados resúmenes (137 de 168).

La corrupción institucional de la psiquiatría y el daño a la infancia

El TDAH se ha convertido en una epidemia construida que está haciendo un terrible daño a los niños y jóvenes.

La “broma pesada” que suponen sus criterios diagnósticos se ponía en evidencia en un artículo que encontraba mayor prevalencia de la enfermedad entre los niños nacidos en diciembre que entre los niños, del mismo curso escolar, nacidos en enero (es bien conocida las diferencias que a esas edades implican unos meses de madurez en relación con el comportamiento y el grado de atención) (ver imagen arriba)

Peter Gøtzsche dedica un capítulo entero al TDAH en su recientemente publicado texto “Deadly Psychiatry and Organised Denial“.
Escribe:

“Un médico amigo me contaba que la profesora de un colegio le había mandado a casi todos su alumnos para que descartara el TDAH; obviamente ella tenía un problema, no sus alumnos. Tan pronto como se etiqueta a los niños de enfermos, todos se quitan responsabilidades de encima.. hemos decidido como sociedad que es demasiado complicado cambiar nuestros sistemas educativos así que hemos preferido cambiar el cerebro de los niños. Esto es muy cruel… el TDAH no es una explicación sino solo un nombre que le hemos dado a un conjunto de síntomas”

Gøtzsche relata en su texto como los medicamentos para el TDAH son estimulantes, y tienen efectos semejantes a las anfetaminas o la cocaína, pudiendo causar manía, psicosis, daño cerebral y muerte.

Los estimulantes, de igual modo, pueden producir dependencia y las personas diagnosticadas de TDAH que son tratadas con medicamentos, pueden acabar abusando de la cocaína con más frecuencia que los no tratados.

Los estimulantes, además, reducen la actividad mental y el comportamiento espontáneo, incluyendo el interés social, con apatía e indiferencia, y muchos niños -en algunos estudios, más de la mitad- acaban desarrollando depresión y comportamientos compulsivos.
Estos peligrosos medicamentos además:

1- Elevan la tensión arterial (≈ 4mmHg) y la frecuencia cardiaca (3-6 lpm) y se han relacionado con muerte súbita en niños sin cardiopatía de base.

2- El tratamiento a largo plazo conlleva una pérdida de peso y talla, quizá vinculada con el efecto anoréxico, con una incierta recuperación al suprimir el fármaco. En el estudio MTA se constató pérdida, a los 3 años, de alrededor de 2 cm de talla y 2,7 kg de peso.

3- El insomnio o las cefaleas son muy frecuentes pero también se dan casos de tics (sobre todo con metilfenidato), trastornos afectivos, alucinaciones, reacciones psicóticas y maniacas, incluso sin antecedentes previos. Los modelos animales sugieren hipótesis de neurotoxicidad, síndrome de discontinuidad y potenciales alteraciones detectadas por neuroimagen.

4- Los estudios pre-clíncos informan de desequilibrios hormonales en la pubertad

5- Son frecuentes los síntomas gastrointestinales inespecíficos

6-Se relaciona la medicación con casos de ideación suicida e incluso con iatrogenia en forma de facilitadores de trastorno bipolar

La base de datos española de farmacovigilancia (FEDRA) recogía hasta el 13 de septiembre de 2013 un total de 264 sospechas de reacciones adversas (185 graves) a metilfenidato y 104 sospechas (85 graves) sobre atomoxetina. Con ambos fármacos los efectos más frecuentemente notificados corresponden a trastornos de la esfera psiquiátrica, destacando los 22 casos de alucinaciones con metilfenidato y los 11 casos de ideación suicida con atomoxetina

La Agencia Española AEMPS ha recomendado realizar un examen cardiovascular y psiquiátrico previo al tratamiento con metilfenidato, además de un seguimiento durante el mismo, monitorizar el peso y altura de los pacientes y, muy importante, evaluar la pertinencia del tratamiento al menos una vez al año. Con respecto a atomoxetina, ha puesto el foco en la seguridad cardiovascular. En la práctica se suelen realizar controles de tensión arterial y frecuencia cardiaca, añadiendo electrocardiograma o consulta en Cardiología en aquellos pacientes con factores de riesgo cardiovascular (sobre todo historia familiar de muerte súbita e historia personal de arritmia congénita o cardiopatía congénita).

Los efectos secundarios sobre el sistema nervioso central de los medicamentos estimulantes suelen ser diagnosticados como un empeoramiento de la enfermedad o como una comorbilidad, con lo que lo más frecuente es que se inicien nuevos tratamientos psicotrópicos que hacen que los síntomas tiendan a cronificarse.

¿Cuántos padres conocen estos datos? ¿Cuántos padres habrían aceptado tratar a sus hijos si hubieran tenido una información equilibrada?

La psiquiatría se ha convertido en la mina de oro de la industria farmacéutica, con un plan de negocio muy simple. Busca un pequeño grupo de psiquiatras en una institución prestigiosa. Los convierte en reputados profesionales, financiando generosamente sus investigaciones. Influye para que esas investigaciones siempre acaben señalando que la patología está infra-diagnosticada e infra-tratada, nunca lo contrario. Controla los datos y hace estudios a corto plazo. Utiliza los medios de comunicación y controla las asociaciones de pacientes. Paga a esos expertos para que hablen bien de sus productos. Presiona a los gobiernos. Coloca a sus expertos en las comisiones que asesoran a los políticos. De esta manera, finalmente, la visión sobre una enfermedad acaba controlada por un pequeño grupo de especialistas que ha desarrollado enormes intereses en común con la industria… Hacen legítimo lo ilegítimo.”

El TDAH es el ejemplo perfecto. Los psiquiatras de Harvard, capitaneados por el inefable Biederman (que tiene que defenderse con frecuencia de las acusaciones de conflictos de interés con la industria que le hacen los medios de comunicación), fueron los autores del 49% de los 43 ensayos clínicos analizados en una revisión que encontraba una mínima consideración de los efectos secundarios de los medicamentos.

Cosgrave y Whitaker, concluyen:

“Los estudios analizados, si sus resultados hubieran sido presentados con claridad a la comunidad científica y a la población, habrían contribuido a que la gente entendiera mejor los riesgos y beneficios de los medicamentos y, con toda seguridad, la utilización de fármacos hubiera disminuido… La influencia de la industria es bien conocida por la sociedad. Pero se presta mucha menos atención a la influencia corporativa y su efecto corruptor”

¿Alguna vez la psiquiatría organizada se bajará de su pedestal, reconocerá su gran fracaso y pedirá perdón a la sociedad por haber puesto sus intereses económicos, profesionales y corporativos por delante de la salud de los pacientes y poblaciones?

Como dijimos en la entrada previa “no hay alternativa al juicio profesional en la toma de decisiones clínicas”.

La sociedad necesita a los profesionales de la psiquiatría para que sigan aplicando el cada vez más complejo conocimiento médico en la ayuda de pacientes y poblaciones; pero necesita profesionales independientes, críticos con las evidencias y que demuestren activamente su compromiso con la mejor ciencia y el bienestar de los pacientes y poblaciones.

Mientras esto sucede, como diría Juan Gérvas, “pobres niños”


Abel Novoa es médico de familia y presidente de NoGracias

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