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domingo, 3 de noviembre de 2013

Como asesinar el alma de tu hijo. - Shine: un papá mas devastador que Mengele.-


De ahí que la situación de un niño pequeño víctima de malos tratos sea a veces hasta peor que la situación de un adulto en un campo de concentración. Alice Miller (1)
La enfermedad mental en sentido biológico es un mito. Pero es obvio que la locura no lo es. La locura existe, pero es una catástrofe psicológica, una disfunción en el “software” de la persona.
Millones han visto este fenómeno en la pantalla grande. La película Shine se basó en la vida de David Helfgott, quien pasó a la fama desde que Geoffrey Rush interpretó su trágica vida y ganó un Oscar al mejor actor. Bosquejaré su vida tan escuetamente que la historia perderá su patetismo.

David, un niño sensible y con talento para el piano, no sólo fue el varón mayor de Peter Helfgott, sino su hijo espiritual. Solía correr en la calle para abrazar a su papá cuando éste regresaba del trabajo, a quien le consagra su carrera pianística. Pero Peter hizo algo muy malo. De chico, había sido víctima de terribles humillaciones de su propio padre, el rabino “Djadja” como le llamaba David a su abuelo. El odio reprimido y sepultado de Peter hacia Djadja necesitaba una válvula de escape, y la encontró en su querido hijo David. 

La violencia psicológica y el asalto al ego del muchacho duraron años. David quedó trastornado. Su historia es la historia del homicidio de un alma.
Este es un caso de la vida real. Al momento de escribir estas líneas David Helfgott aún vive en Australia y sigue tocando el piano, aunque al cuidado de su esposa Gillian debido a que nunca logró recuperar su razón. En su biografía Gillian atestigua que “David creyó siempre” que su padre “había sido el causante de su enfermedad”.[2]

La tragedia de la familia Helfgott es un ejemplo clásico de las ideas de Theodore Lidz, citado en mi primer libro, sobre una esquizógena “familia sesgada” (aunque en este caso el rol pasivo provino de la madre). También ejemplifica lo que Alice Miller ha escrito sobre cómo un padre se venga con el hijo de lo que le hizo su propio padre.

 Los proponentes del enfoque humanista de la locura estudian a padres como Peter en lugar de tratar al cerebro de la víctima de esos padres, que es lo que hacen los siquiatras biologicistas.

Ahora quisiera mencionar otro caso de la vida real, el muchacho Yakoff Skurnik a quien vi, ya anciano, en una presentación de su libro en Houston.[3] Basándose en el testimonio de Yakoff, Gene Church escribió uno de los libros más perturbadores que he leído sobre el Holocausto: 80629: a Mengele experiment (el número es la cifra que le marcaron en su antebrazo). Había visto varios documentales sobre el tema, pero no un testimonio sobre cómo era la vida cotidiana de los prisioneros, especialmente judíos, en el campo de concentración Birkenau donde se encontraban los hornos crematorios, a unas dos millas de Auschwitz.

Yakoff Skurnik es uno de los sobrevivientes no sólo del infierno de Birkenau y Auschwitz donde asesinaron a toda su familia, sino de la experimentación médica con niños a cargo de Josef Mengele. Inmovilizado por ayudantes, un doctor llamado Doering lo castró con escasa anestesia medular. Las vívidas páginas de la operación me impresionaron tanto que tuve que recostarme en el suelo por temor a desmayarme. Es de verdad admirable que tanto Yakoff como otros sobrevivientes del Holocausto, incluyendo otros muchachos castrados por Doering, fueron capaces de rehacer sus vidas y prosperar económicamente después de la liberación.

Ahora bien, Yakoff no enloqueció en el infierno y mutilación nazi. Pero David sí ante su papá. ¿Cómo fue eso posible?

Siguiendo el modelo Sullivan-Modrow sobre el quiebre psicótico, de alguna manera los nazis se toparon con mayores resistencias para llegar al yo interno de Yakoff y lesionarlo que Peter con su hijo. Un pasaje de Silvano Arieti arroja cierta luz sobre estos diferentes casos. Según Arieti: “Las condiciones de peligro externo inmediato como guerras, desastres o adversidades que afectan a la colectividad [mis cursivas] no producen el tipo de ansiedad que hiere al yo interior, y por sí mismas no propician [la locura]. Ni siquiera la pobreza extrema, la enfermedad o las tragedias personales conducen necesariamente a [la locura] a menos que tengan consecuencias que hieran la facultad del yo”.[4]

Estudios como el de Arieti eran tomados muy en serio en las décadas de los años cincuenta, sesenta, hasta mediados de los setenta. Aunque en su tratado Arieti le dedicó un gran espacio a los estudios orgánicos sobre la locura, reveló que al no haber avance en ese modelo nunca siguió esa línea de investigación, sino “sobre todo la línea psicológica”.[5] Ideas como las de Arieti solían escucharse antes del gigantesco paso hacia atrás que dio la siquiatría desde los años 1980 al adoptar dogmáticamente el modelo médico, el modelo de la causa física del siglo XIX, al tratar a aquellos jóvenes cuyos egos habían sufrido un asalto total por los padres.

Pero volviendo a lo que Arieti dijo. Siendo una colectividad las víctimas de los nazis, el yo de Yakoff Skurnik no fue asaltado de manera exclusiva y excluyente respecto a sus compañeros, por lo que éstos tuvieron mejores oportunidades de sobrevivir psicológicamente que la víctima sola de asalto parental.

 Arieti escribió: “Un hogar desecho por la muerte, el divorcio o el abandono puede ser menos destructivo que otro en el que los padres vivan juntos y socaven constantemente la imagen que el hijo tiene de sí mismo”.[6]

Estos pasajes contestan uno de los argumentos favoritos de los siquiatras biologicistas en sus intentos de refutar el modelo del trauma. Por ejemplo, en una crítica a sus colegas el siquiatra August Piper razona que:
La lógica del alegato que el trauma infantil causa [la locura] tiene un error fatal. Si el alegato fuera cierto, los maltratos de años a millones de niños debieron haber causado muchos casos de [locura]. 

Pongamos como ejemplo a los niños que padecieron inenarrable trato en guettos, vagones cerrados y campos de concentración en la Alemania nazi. A pesar de los maltratos, no existe evidencia que alguno [haya enloquecido] (Bower 1994; Des Pres 1976; Eitinger 1980; Krystal 1991; Sofsky 1997) o que haya disociado o reprimido sus memorias traumáticas (Eisen 1988; Wagenaar y Growneweg 1990).

Lo mismo puede decirse de estudios que presenciaron el asesinato de un padre (Eth y Pynoos 1994; Malmquist 1986); estudios de niños secuestrados (Terr 1979; Terr 1983); estudios de niños que han sido víctimas de maltratos (Gold y otros 1994); y demás investigaciones (Chudoff 1963; Pynoos y Nader 1989; Strom y otros 1962). Estas víctimas ni reprimieron eventos traumáticos, ni los olvidaron ni [enloquecieron].[7]

El caso de Yakoff y sus compañeros, quienes tampoco enloquecieron, ejemplifica lo que Piper quiso decir en la cita de arriba. Sin embargo, es claro que Piper no ha leído a los investigadores que critica con atención. Yo conozco personalmente a uno de ellos, Colin Ross, a quien visité en marzo de 1997 en el Instituto Ross del Trauma Psicológico: una clínica siquiátrica al norte de Dallas. Le escribí a Ross porque había leído uno de sus libros y me admitió un día entero en su clínica en calidad de visitante investigador. En las terapias vi a muchas mujeres devastadas por malos tratos en el hogar. 

A continuación cito un pasaje de un texto que se les da a las pacientes nuevo ingreso:
El “apego con el perpetrador” es una expresión ideada por el doctor Ross para entender el conflicto básico en sobrevivientes de maltrato físico y abuso sexual por padres, parientes y ayas. El conflicto existe en todos nosotros hasta cierto grado, ya que todos hemos tenido padres imperfectos, pero es mucho más intenso y doloroso en los sobrevivientes de vapuleo. Este apego afectivo y ambivalente no necesariamente es el problema central si el perpetrador no es un miembro familiar [mis cursivas] o una figura de apego.

El móvil básico de [la locura] es simplemente el tipo de personas que eran mamá y papá, y cómo era vivir día tras día en la familia.

El punto central de la terapia no es el contenido de las memorias, la serie de memorias como tales o algo particular que pasó. Esto se debe a que el dolor y el conflicto más profundo no provienen de un evento específico.

Como los niños son mamíferos, están biológicamente construidos para apegarse afectivamente a sus padres. No hay manera de evitar esto. Tu biología decide por ti y funciona automáticamente. En una familia común y corriente todo esto funciona relativamente bien con los conflictos neuróticos comunes. El problema que muchos pacientes afrontan es que no crecieron en una familia normal, razonablemente saludable. Crecieron en una familia incoherente, abusiva y traumática.

Esta es la cardinal distinción que Amara no quiso reconocer en nuestro encuentro de 1988 cuando me dijo que la tesis de mi epístola “era miopía”.

Las mismas personas con quienes tiene que apegarse el niño para sobrevivir eran también los perpetradores de los malos tratos que lo lastimaron feamente. 

Una manera de arreglárselas con el vapuleo es replegarse: cerrar el propio sistema de apego afectivo y meterse en un capullo. Eso sería suicidio psicológico, y te impediría florecer. Tu biología no te permitirá tomar esta decisión: la inercia del apego con el medio tiene mayor fuerza que el reflejo de replegarse. Debes mantener tu sistema de apego funcionando a fin de sobrevivir.

El conflicto básico, el dolor más hondo y la causa más profunda de síntomas es el hecho que la conducta de mamá y papá duele, no encaja y no tiene sentido; era loca y abusiva.[8]

Lo que dice Ross complementa lo dicho por Arieti: la persona ante la que somos vulnerables es aquella con quien estamos apegados desde pequeños (en el último libro explicaré este fenómeno a través de mi relación con mi padre). 

Si la cita de Piper se refiere a alguien como Yakoff Skurnik, esta última puede referirse a un David Helfgott. Ross habla de la relación abusiva de un menor con alguien que representa algo muy especial para él o ella, alguien que formó su universo personal. Los maltratos y crímenes de los que habla Piper no son conducentes al tipo de pánico que padecimos Modrow y yo: la sensación de la traición del universo. Son cosas enteramente distintas.

Por ejemplo, he sido secuestrado dos veces en México, una ciudad con uno de los más altos índices de criminalidad de las Américas. Ahora bien, diría que el tener una ametralladora golpeando mi cara durante el primer secuestro en 1980, o una pistola en la sien por una hora en un coche durante el segundo secuestro en 1992, donde incluso hicieron que me bajara los pantalones y los calzones, no llegó, ni remotamente, al uno por ciento del inefable trauma que sentí con la metamorfosis de mi querido papá, tal y como lo narro en la Carta (como seguramente sintió David con su padre).

Yo sé lo que daña. Sé lo que me dañó: que la persona que más he querido y que construyó mi universo me haya traicionado tan inexplicable y zafiamente.

 Ni Piper ni ningún otro siquiatra puede decirme lo que sentí o tiene derecho a hacer “comparaciones” por la sencilla razón que no saben de qué hablan.

Este es uno de los problemas no sólo con la siquiatría, sino con la sicología en general. 

Con su complejo positivista de imitar a las ciencias exactas, el sicólogo pretende estudiar objetivamente al sujeto en el plano de la mera conducta. Eso equivale a negar que existan universos enteros de vivencias dentro de nosotros. En realidad, no es posible estudiar a una mente exclusivamente desde afuera: faltan los testimonios individuales, las autobiografías de los sobrevivientes. 

A pesar de la erudición que ostenta Piper —su artículo tiene cien referencias bibliográficas—, sus casos poco tienen que ver conmigo, Modrow o un David Helfgott. Robert W. Godwin escribió:
Ya van más de dos siglos desde que Kant probara la futilidad de usar el lenguaje del “esto” del naturalismo objetivo de la razón pura para describir o capturar el dominio del “yo”, la subjetividad. No obstante, la envidia de la física de la mayoría de los sicólogos universitarios hace que cometan el error categorial de estudiar el yo interno como un objeto, cosa que los convierte en eruditos de lo obvio (por ejemplo, los conductistas) o en campeones de lo absurdo (como las feministas teóricas del anti-apego). 

Si tu única herramienta es un martillo tratarás todas las cosas como si fueran clavos, y si tu único método es la “ciencia empírica” tus conclusiones están escondidas en tu método: el yo es reducido a otro hecho objetivo, sin diferencia alguna de las rocas o los planetas.[9]

La mención a Kant o Godwin no significa que yo sea, como John Beloff (quien publicó algunos de mis artículos en su revista), un “dualista radical”. Como Ross escribió en su libro The trauma model, esta no es una cuestión del modelo del trauma versus un modelo biológico. “El modelo del trauma es biológico en sí mismo. Debe serlo, porque en la naturaleza la mente y el cerebro son un campo unificado”. Recuérdese mi analogía del software/hardware para comprenderlo.

El caso Helfgott contesta otro argumento predilecto de los siquiatras biologicistas, argumento que me esgrimió el mismo Amara en tiempos en que escribía la epístola a mi madre. Amara me reprochó:
—La cuestión es por qué uno se enferma y los hermanos no.

¡Aún recuerdo el tono franco de Amara al decir eso! Éste era un médico convencido de la verdad de su ciencia, seguro de que el hecho que existan “hermanos invulnerables” invalida todo intento de culpar a cualquier padre en la caída emocional de un hijo. Pero si hay algo que testimonié una y otra vez en la epístola es que el vapuleo de mis padres se dirigió casi exclusivamente hacia mí, no tanto a mis hermanos: justo como el vapuleo de Peter se dirigió hacia David, no hacia sus otros hijos, y exactamente lo mismo puede leerse en la autobiografía de John Modrow.

En la comparación que hago de los judíos David y Yakoff, uno victimado por su padre, otro por Mengele, hay algo más. La dinámica de los nazis hacia Yakoff no consistía de una mezcla de crueldad y amor como la de Peter hacia David —el “corto circuito” ocasionado por oscilaciones “Jekyll-Hyde” del que hablaba en la Carta. Esta dinámica resulta en un “apego con el perpetrador” que, según Ross, es terriblemente ambivalente. Hay una diferencia sideral entre ser víctima de los nazis, que aparecieron en la mente de Yakoff como extraños, y ser víctima de aquél que con todo su amor formó el universo psíquico de David niño. En palabras de David a su esposa: “Todo es culpa de papi. Todo es culpa de papi […]. Padre tenía dentro de él una especie de demonio y un ángel al mismo tiempo, y fue así toda mi vida. Papá siempre tuvo un diablo y un ángel toda su vida. Es como una dicotomía, un desdoblamiento”.[10]

“Padre” no parece ser la misma persona que “papá” en la mente dividida del pobre David. Que esta dicotomía produce desdoblamientos fue precisamente lo que vi en las pacientes de Dallas (mi cuarto libro, El retorno de Quetzalcóatl, contiene algunas páginas donde expongo con más detalle el modelo del trauma de Ross).

La resiliencia es la capacidad de un objeto que fue sometido al estrés de recuperar su tamaño y forma después de la deformación causada por dicho estrés. En los elásticos la capacidad de resiliencia es harto conocida: si un elástico es extendido más allá de su punto de resiliencia se quebrará y no podrá recuperar su forma original. Partiendo de esta comparación yo diría que la agresión que sufrió Yakoff, por más infame que haya sido, se encontró dentro del límite de resiliencia de su mente. No fue así con David. El martirio al que fue sometido rebasó el límite y sufrió un quebranto psicótico permanente.

En pocas palabras, el parámetro para medir el trauma debiera ser el quiebre mental que resulta de la agresión, no el “nivel” de la agresión para un observador externo (como los autores que cita Piper). Un padre que ama a su hijo judío puede quebrarlo más fácilmente que un nazi que aborrece a los prisioneros judíos. El quebranto de David ocurrió porque relativamente la agresión de Peter fue mayor que la de los nazis: provino de quien menos debió haber provenido del mundo entero: quien formó su alma.


___________________
[1] Miller: Por tu propio bien, pág. 119.
[2] Gillian Helfgott y Alissa Tanskaya: Shine (Ediciones B, 1997), pág. 293.
[3] Gene Church: 80629: a Mengele experiment (Route 66 Publishing, 1996).
[4] Silvano Arieti: Interpretation of schizophrenia (Aronson, 1994), pág. 197. En los corchetes sustituí la palabra “esquizofrenia” por “locura”.
[5] Ibídem, pág. 3. En la página 441 Arieti dice que, ya desde esa época, no había avance alguno en el modelo médico de la locura.
[6] Ibídem, pág. 197.
[7] August Piper Jr: “Multiple personality disorder: witchcraft survives in the twentieth century” en Skeptical inquirer(May/June 1998). Aunque la crítica de Piper no se refiere a la locura en general sino a la llamada “personalidad múltiple”, la sustitución de términos siquiátricos que he hecho en estas citas es pertinente tomando en cuenta el problema de la comorbilidad en siquiatría.
[8] [Colin Ross]: Dissociative disorders program: patient information packet (Ross Institute for Psychological Trauma, sin fecha). He eliminado los puntos suspensivos entre los párrafos no citados.
[9] Robert Godwin, “The End of Psychohistory” en The Journal of Psychohistory, 25:3, 1998.
[10] Los dos pasajes separados por el corchete fueron traducidos directamente del original en inglés de Gillian Helfgott y Alissa Tanskaya: Love you to bits and pieces (Penguin Books, 1996), páginas 42 &104. En la traducción española, Shine, los mismos pasajes aparecen en las páginas 55 & 119. La relación entre David Helfgott y su padre se relata en los capítulos 5, 11, 12, 21, 22 y 28.




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