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sábado, 15 de agosto de 2015

Sociedad y crueldad Por Fernando Ulloa*



Este tema de la crueldad, tan complejo, tan arduo y, además, tan cotidiano, es asunto obsceno y no fácil de exponer, entre otras cosas por lo que señalo. En general, me resulta fácil la tarea cuando hablo de la crueldad y como analista interesado en el campo de la salud mental-porque me permite ajustarme a un código más específico que cuando debo hacerlo - como en esta ocasión- ante un público procedente de otros campos. Empezaré por presentar una primera contradicción que plantea la crueldad, en tanto flagelo que acompaña al hombre desde el inicio de la civilización. Un acompañamiento paradojal, ya que a lo largo de la civilización la humanidad siempre ha tratado de acotar la expresión instintiva de la agresión tratando de consolidar los derechos de los individuos y de los pueblos. Pero es obvio que la civilización ha ido sofisticando, al mismo tiempo, los dispositivos socioculturales necesarios para el despliegue de la crueldad. Insistiré en que la crueldad siempre implica un dispositivo sociocultural. En esto hay una diferencia sustancial con la agresión, heredad instintiva del hombre. El instinto no es de por sí cruel. Está sujeto a la ley de la sobrevivencia y por eso puede llegar a ser feroz, pero no cruel. El paradigma del dispositivo de la crueldad, es la mesa de torturas, pero el accionar cruel no está acotado solamente al ámbito puntual del tormento, sino que debe estar sostenido por círculos concéntricos, logísticos, políticos, desde ya incluyendo a los beneficiarios de las políticas que se pretenden instaurar por el terror. En cambio, la agresión de dos automovilistas que chocan en la esquina y se agarran a trompadas no es en sí cruel aunque pueda ser reprochable, llegaría a serlo si frente a uno de ellos reducido a la invalidez, el otro se ensaña sin que nadie del público intervenga. Esto configura una situación típica del dispositivo de la crueldad al que habré de denominar “encerrona trágica”, y que resulta el núcleo central de este dispositivo. Esta encerrona cruel es una situación de dos lugares sin tercero de apelación -tercero de la ley- sólo la víctima y el victimario. Hay multitud de encerronas de esta naturaleza, dadas más allá de la atroz tortura. Ellas se configuran cada vez que alguien, para dejar de sufrir o para cubrir sus necesidades elementales de alimentos, de salud, de trabajo, etc., depende de alguien o algo que lo maltrata, sin que exista una terceridad que imponga la ley. Lo que predomina en la encerrona trágica no es la angustia, con todo lo terrible que esta puede llegar a ser; predomina algo más terrible aún que la angustia: el dolor psíquico, aquel que no tiene salida, ninguna luz al final del túnel. La angustia puede tener puntos culminantes pero también momentos de alivios; en cambio, el dolor psíquico se mantiene constante en el tiempo. La salida parece identificarse con la muerte. 
Es que la crueldad siempre aparece estrechamente amarrada a la muerte, ya sea porque éste es su desenlace o porque la muerte ya está instalada en el mismo sujeto de la crueldad. En los comienzos de la humanidad, próxima a los primates, la agresión era herramienta instintiva de sobrevida, pero lo específico del sujeto humano es la pulsión. Resulta complejo presentar sintéticamente la noción de pulsión, pero sin ella es difícil avanzar en la comprensión de la crueldad. Al respecto, por el momento, sólo diré que la pulsión (literalmente impulso) es una suerte de “mutación” del instinto –producción de naturaleza biológica- como efecto del accionar de la cultura. A su vez la pulsión, irá “trabajando” al infantil sujeto consolidando su condición psíquica. Lo paradójico es que este nivel pulsional, que coexiste con el nivel instintivo, será una bisagra donde opere la cultura para mantener acotada la agresión del instinto. Cuando por precario establecimiento de lo pulsional (índice de un fracaso de los suministros de la ternura) no se establece una buena frontera entre lo pulsional, ‘haciendo techo al piso instintivo’. Entonces el instinto se “pulsionaliza” y la pulsión es afectada por la agresión instintiva. De ahí que la crueldad es una patología ‘de frontera’ más establecida. La civilización supone la prevalencia de lo pulsional sobre el nivel instintivo, sin que la agresión sea ajena tampoco a la pulsión. No obstante, hay una diferencia substancial entre ambos niveles: los dos parten de una fuente somática desde la cual el instinto irá en busca de un mismo objeto siempre por el mismo recorrido, en tanto que en la pulsión son posibles caminos y objetos alternativos. Por ésto el instinto es de índole metonímico, mientras la pulsión esboza la metáfora, anunciando el reino de la misma en la palabra. La palabra será el polo de la cultura como el instinto lo es de la natura. Entre ambos la pulsión hace bisagra. El escenario donde el cachorro humano se va constituyendo sujeto pulsional es el de la ternura. Cuando se habla de la ternura, uno tiene la sensación de que, si bien es una idea valorada, la misma aparece dudosamente articulada sólo a lo blando del amor. Sin embargo, la ternura es el escenario formidable donde el sujeto no sólo adquiere estado pulsional, sino condición ética. De ahí que hablar de la ternura en la Casa de las Madres, evocar la epopeya de estas mujeres de la Plaza, el momento en que surgieron y la lucha sostenida que mantienen, es un ejemplo de lo que representa la firmeza de la ternura en la organización y defensa de los valores éticos del sujeto social. Si la crueldad excluye al tercero de la ley, en la ternura este tercero siempre resulta esencial, lo que no supone necesariamente una presencia concreta, ya que a lo largo de la civilización, esa terceridad se ha ido incorporando en la estructura psíquica del dador de la ternura, prevalentemente en la madre. Cuando esto no es así, puede que la ternura claudique. Es el tercero social el que acota la “libertad” pulsional del adulto y de ahí el surgimiento, cuasi sublimado, de la ternura materna responsable de la pulsionalización del hijo. A su vez cabe insistir en que el nivel pulsional será límite al instinto. Una precaria pulsionalización, por fracaso de los suministros tiernos, tendrá como consecuencia la no represión instintiva, esa mermada herencia que acompaña la inmadurez biológica con que nace el niño. Mermada pero potencialmente activable si las condiciones son de sobrevida. Además, si el nivel pulsional es precario establecimiento no sólo no marcará el límite con lo instintivo, sino que terminará “corrompiendo al instinto”. Mucho se ha escrito en relación a esto, acerca de la civilización y la barbarie, pero lo que aquí quiero rescatar es que la crueldad, así entendida, es patología de fronteras entre el instinto y lo pulsional entremezclados. Bastará la oportunidad del necesario dispositivo sociocultural para que esta mezcla bárbara advenga cruel. La coartación implica desde la perspectiva psicoanalítica -ya lo adelanté- cierta estación elemental de sublimación que dará origen a dos producciones ejes de la ternura. Por un lado, la “empatía” que garantiza el suministro de lo necesario para el niño. La segunda producción es el “miramiento” en su significado de mirar con considerado interés, con afecto amoroso, a quien habiendo salido de las propias entrañas, es reconocido sujeto distinto y ajeno. Si la empatía garantiza los suministros necesarios a la vida, el miramiento promueve el gradual y largo desprendimiento de este sujeto hasta su condición autónoma. Es más, el miramiento acota la empatía para evitar sus abusos. La ternura supone tres suministros básicos: el abrigo, el alimento y el “buen trato”. Después de pensar mucho acerca de cómo nombrar el afecto de ternura, terminé definiéndolo como buen trato, como trato pertinente. Pero fundamentalmente un trato que alude a la donación simbólica de la madre hacia el niño. En la medida que la madre, y demás dadores de la ternura, desde la empatía y el miramiento, decodifican las necesidades traduciéndolas en satisfacción merced a los suministros adecuados, estas necesidades satisfechas, irán organizando un código comunicacional presidido por la palabra. El infante irá tomando palabra, construyendo una lengua. Por supuesto que buen trato alude al sentido generalizado de la ternura como referente al amor. Un buen trato del que derivan todos los “tratamientos” que el sujeto recibe a lo largo de la vida, en relación a la salud, la educación, el trabajo, de hecho al amor. También de buen trato proviene ‘contrato’ social, el solidario que preside toda relación humana.
Tal vez por todo lo anterior cada vez que tengo que enfrentar una actividad de derechos humanos: un peritaje, el tratamiento de una víctima directa o indirecta de la represión, quizá de la mortificación de la que luego hablaré, e incluso cuando debo escribir un texto teórico o hacer una transmisión como ésta, intento siempre establecer el telón de fondo de la ternura para confrontar y destacar nítidamente el insulto mayor de la crueldad. Aludiré ahora, a la idea de “lo cruel”, que luego retomaré más extensamente, como una manera de señalar que el entorno de la ternura es el ámbito de “lo familiar”, palabra que por supuesto remite a familia. Sabido es que familia es un término que se las trae. Proviene de famulus, designando el conjunto de siervos y esclavos que pertenecían a un amo. La familia se fue perfeccionando, como concepto y como institución, merced a la ley del parentesco, una ley que alcanza a todos y en primer término a los padres, en tanto éstos no son arbitrarios hacedores de la ley, sino sus representantes. La ley también los involucra. De este ámbito surge la noción de lo familiar, algo dado incluso por fuera de la familia. Lo familiar puede ser descrito de muchas maneras, pero me interesa señalar aquella situación, donde bajo la impronta de la ternura, un sujeto no es solamente hechura de la cultura sino que es hacedor de la misma. Esto ocurre en la familia y en cualquier contexto que merezca definirse como familiar. Si el sujeto sólo es hechura de la cultura y no su hacedor, peligra como sujeto. Tal vez es objeto de una situación infamiliar. El paradigma de ésto se da cuando un niño, ignorando explícitamente su situación, vive con sus apropiadores. Ahí se produce lo que denominaré “el efecto siniestro”. Estos niños, poniendo en juego la formidable captación infantil, habrán de registrar, a través de vacilaciones y contradicciones, la naturaleza cruel del ámbito que los rodea. Un registro tan terrible que es rechazado, nunca con eficacia total, por el niño, produciéndose el efecto siniestro, equivalente a lo “infamiliar”. “Secretear” lo que de por sí ya aparece como secreto, terminará siendo un secreto si no a voces, sí a murmullos. Una verdad murmurada que al mismo tiempo que se impone, se intenta recusar a través de la renegación. En psicoanálisis a este mecanismo se lo describe como negar y negar que se niega. Una verdadera amputación del aparato psíquico que configura uno de los riesgos mayores a que están sometidos los niños que han pasado años en ese entorno siniestro; en ellos puede instaurarse una renegación cronificada, creándoles serios problemas afectivos con la verdad, puesto que no sabiendo a qué atenerse, pueden terminar teniendo que atenerse a las consecuencias, antigua fórmula para definir la posición del idiota antes que esto constituya un insulto o un cuadro neuropsiquiátrico. Esto se incrementa frente a un entorno infamiliar de naturaleza cruel. Voy ahora, casi hablando esquemáticamente, a presentar las principales formas de la crueldad. En primer lugar aquello que un tanto paradójicamente, suelo denominar como vera-crueldad. Paradójicamente, porque si la palabra vera remite a verdad, resulta que el agente mayor de la crueldad, para el caso un torturador, es totalmente ajeno a la verdad.
 En la crueldad mayor, su ejecutor se abroquela en la pretensión de impunidad, en el desconocimiento de toda ley. Ya no se dan, al menos en forma rotunda, los efectos de la represión integral, tan extendidos hace pocos años, pero lo que no desapareció es la pretensión de impunidad de quienes cometieron crímenes o se beneficiaron en complicidad con ellos. Esta pretensión sigue instaurada como algo propio del sujeto maligno. Diré algo más sobre la vera-crueldad, en cuanto saber canalla. Cada vez que algún saber o alguna cultura distinta, amenazan conmover su precaria estructuración psíquica, el cruel despliega tres acciones: la exclusión de lo que considera distinto, el odio y, cuando puede, la eliminación lisa y llana no sólo del saber contradictorio, sino de quien lo sostiene. Este “saber eliminador” pretende conocer toda la verdad acerca de la verdad, a esto es lo que se llama saber canalla, negación de todo saber curioso atento a lo distinto, a lo extraño. Existen otras formas de la vera-crueldad, por desgracia muy frecuentes en nuestros tiempos. En la vera-crueldad el sobreviviente, que ha atravesado un dispositivo social marcadamente cruel, apenas si sobrevive. La muerte ya está instalada en él y despojado de los recursos elementales de lo familiar: abrigo, alimento, buen trato, la única ética posible es la violencia, aunque escandalice esta extensión del término ética. Este sujeto sobreviviente ejemplifica lo que antes decía acerca de un nivel pulsional precariamente establecido, capaz de corromper este esbozo instintivo con que viene a la vida un sujeto humano. Esbozo instintivo que habrá de desarrollarse en función de la necesaria agresión para sobrevivir. 
Una tercera forma más universal de la crueldad que retomo es “lo cruel”. 
Aquí lo esencial de la crueldad aparece velado por el acostumbramiento. Se convive cotidianamente con lo cruel y muchas veces en connivencia, sobre todo cuando esta palabra, alude a ojos cerrados y aún a guiño cómplice. Si algo propio de la ternura es que vela la sexualidad, abriendo el campo del erotismo, y cuando esto no ocurre la sexualidad puede llegar a la obscenidad, este velamiento no se justifica con la crueldad. Si el velo de la sexualidad deviene intimidad erótica, en la crueldad no hay nada que velar. Hay que develarla, evidenciarla. Cuando se vela la crueldad, cuando se hace cultura del acostumbramiento, se llega a configurar lo que denomino “la cultura de la mortificación” a la que me referiré muy brevemente. En esta cultura, el término mortificación no sólo remite a muerte, sino principalmente a mortecino, a apagado, a sujetos que no son hacedores de la cultura sino enrarecidas hechura de la misma, próximos a la posición del idiota que no sabe a qué atenerse. Podemos ver esta situación no ya en las masas más marginadas, sino en las que aún permanecen mortificadas y en el centro. En ellas impera, como decía antes, hablando del efecto siniestro, la renegación. ¿Qué se reniega en esa familia, en esa fábrica, en esa comunidad? En términos amplios, se reniega la intimidación como un elemento constante que se ha hecho costumbre. Una intimidación que forma parte de la cultura, no ya del fecundo “malestar de la cultura”, del que nos habla el psicoanálisis, donde hay una tensión entre el sujeto hacedor y el sujeto hechura de la cultura, una tensión entre el deseo singular y el compromiso solidario. Aquí el malestar de la cultura se ha trocado en cultura del malestar. Se reniega la intimidación y se convive con ella como un elemento “normalizado”. Entonces, lo que retrocede es la intimidad, esa resonancia íntima necesaria para que cuando alguien expresa algo válido, tal vez en relación a la situación, encuentre resonancia en el otro, un interés no necesariamente coincidente, puede ser en disidencia. Esa resonancia, cuando existe, promueve respuestas que van creando una producción de inteligencia lúcida y colectiva. Así es posible el debate de ideas. En cambio en la intimidación, quien legítimamente tiene algo que alertar, algo que denunciar, suele encontrarse con un desierto de oídos sordos, entonces es posible que su discurso se degrade al de un predicador que siempre dice lo mismo sin ninguna eficacia. Por supuesto esa comunidad está atenta y predispuesta a los embaucadores electorales de turno, en tanto éstos tienen la astucia de decir a las gentes lo que necesitan escuchar, para acrecentar su renegación como espurio refugio. 
Uno se pregunta: ¿cómo puede ser que una comunidad tan mortificada, tan lastimada, no reaccione? 
Es que en estas condiciones la queja nunca arriba a protesta, más bien se apoya en las propias debilidades intentando despertar la piedad del opresor. No se afirma en las propias fuerzas, tal vez endebles fuerzas, pero fuerzas al fin. En esa comunidad tampoco la infracción apunta a trasgresión. La infracción es ventajera, oportunista, a lo más se arregla con una multa o se presta a la coima. La trasgresión no es así, ella siempre funda algo: funda la teoría revolucionaria o la ruptura epistemológica, tal vez la toma de conciencia, o quizá funda la fiesta. En las comunidades mortificadas no hay tal acontecer ya que la gente acobardada pierde su valentía al mismo tiempo que su inteligencia. Pero sobre todo pierde el adueñamiento de su cuerpo y las patologías asténicas abundan anulando la acción. El cuerpo se ha hecho servil. En esas comunidades mortificadas con frecuencia he observado - por ejemplo en agrupaciones a cargo de la salud que tienen que realizar una actividad que obliga a desarrollar pensamiento- lo que terminé llamando el síndrome SIC, una sigla integrada por “saturación”, “indiferenciación”, “canibalismo”. El ejemplo lo tomé de lo que acontece en una jaula de monos cuando hay demasiados congéneres. Entonces empiezan a devorarse canibalísticamente entre sí, sin ningún tipo de diferenciación, ya se trate de padres o de hijos, o de cualquier otro congénere. El síndrome SIC, aplicado al contexto social, no necesariamente coincide con un exceso de personas, sino que habitualmente es disparado por la indiferenciación, ya que en la mortificación suele no haber normativas, sino que prevalece la anomia. Esa indiferenciación provocará una saturación de la actividad pensante que se hace indiscriminada; las ideas, los entusiasmos, los proyectos, resultan entremezclados devorándose unos a otros. Incluso puede ocurrir, con alguna frecuencia, una cosa curiosa: cuando se pretende instaurar un debate de ideas, so pretexto de denunciar la impunidad, el debate tiende a juicio público. Sabido es que el juicio público pretende, cuando esto está validado por las circunstancias, denunciar la impunidad. Pero en esta ocasión lo que se denuncia son situaciones en general intrascendentes, apartadas de lo que verdaderamente interesa. Se diría que ahí reina el narcisismo de las pequeñas diferencias. La cosa puede pintar aún como juicio popular, aquel en que se busca no ya la denuncia, sino la sanción de la impunidad. Vale decir que en nombre de la impunidad se promueve grotescamente un acto impune. Por supuesto que el juicio público tiene su razón histórica de ser, y lo mismo vale para el juicio popular en ámbitos y en situaciones donde resulta un accionar legítimo, para una comunidad oprimida donde toda instancia jurídica ha dejado de existir. Pero en estos ámbitos a los que hago referencia se trata de una suerte de parodia grotesca, con efectos canibalísticos. Voy a terminar señalando que cuando una acción, provenga de donde provenga (en todo caso yo hablo de mi trabajo como psicoanalista, que intenta abordar la numerosidad social) comienza a tener efectos positivos, suele ocurrir algo a tomar en cuenta. Siempre, en una situación mortificada, esto es obvio, existe algún grado de represión. Entonces cuando la gente empieza a juntarse para discutir, cuando comienza a promover un verdadero debate de ideas, es posible que desde alguna instancia administrativa estos comportamientos sean calificados como delitos de asociación. Por supuesto esta gente empieza a pensar y este pensamiento ya no tiene efectos canibalísticos, sino que son críticamente eficaces sobre el campo y sobre los propios discutidores, por lo que suelen merecer el tilde represivo de delito de opinión. Fácil es entender que cuando el cuerpo se recupera para la acción movilizadora, la condena será mayor aún, implicando la categorización de delito de movilización. Estas instancias represivas pueden serlo verdaderamente o quedar sólo en calificaciones administrativas, depende de qué tiempos corran.
* Este texto de 1999 presenta la síntesis de una charla debate acerca de la crueldad. Corresponde a una de las treinta y tres presentaciones realizadas con distintos públicos en el marco de una investigación acerca del tema.

Presentado  en Seminario Internacional "La escuela media hoy. Desafíos, debates, perspectivas. Del 5 al 8 de abril de 2005 en Huerta Grande, Córdoba. Panel: Brecha social, diversidad cultural y escuela.Extraido de pagina web: 


Fernando Ulloa



“Fernando Ulloa es médico y psicoanalista y profesor de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos.Aires desde 1960. Forma parte del grupo de analistas argentinos que, con un fuerte compromiso político -junto a Langer, Rodrigué, Pavlovsky, Kesselman y Bauleo, entre otros-, tuvieron forzosamente que transitar durante varios años de su vida por los caminos del exilio, en la década de los 70. Con más de cuarenta años de trabajo en psicoanálisis, psicología clínica, docencia e investigación, es uno de los referentes centrales en la formación de varias generaciones de psicólogos y psicólogas argentinos.
Ulloa apuesta a la reflexión crítica permanente, sobre todo en torno de su propia praxis como analista institucional y como psicoanalista. Esta posición lúcida frente a lo que se presenta como más instituido lo ha llevado, tanto a nivel teórico-clínico como a nivel político, a romper con lo que él denomina “ianos”, dogmatismos teóricos, así como también con las instituciones que intenten instalar sentidos únicos y coagulados, estaqueando de este modo la posibilidad de transformación. Es así como, por ejemplo, en 1970 protagoniza la ruptura con la institución psicoanalítica oficial, cuestión que marcó definitivamente su práctica ulterior. ( extraido de http://www.elpsicoanalitico.com.ar/num10/autores-ulloa-chairo-sicardi-ulloa-revisitado-primera-parte.php



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